lunes, 4 de abril de 2016

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Qué hay detrás del cierre de las sucursales bancarias

La cultura ha sido el camino que ha anticipado los grandes cambios productivos. Ya no se trata, como es comúnmente creído, de que sea el espacio que difunde las ideas que terminan conformando las mentalidades, función que cumplió durante mucho tiempo, sino de que, desde los sesenta hasta la fechala cultura ha sido un terreno de experimentación del cual se han extraído las ideas que han cambiado radicalmente las organizaciones empresariales. 
La última década también ha prolongado esta tendencia, generando ejemplos muy evidentes: los programas de intercambios de archivos fueron el fin de la industria cultural tal y como la habíamos conocido, y rediseñaron de forma radical la economía política del sector. Involucraron a muchísimas personas quededicaron altruistamente su tiempo de ocio a digitalizar, colgar y compartir canciones, películas o libros (además de otros, los menos, cuya finalidad era obtener ingresos), lo cual fue también la causa principal de que muchísima gente instalara una conexión de alta velocidad a internet en su hogar, una fuente importante de negocio para las compañías que brindaban el acceso.
Todos ellos comparten una característica: su carácter de mediadores indispensables les permite no producir nada, simplemente conectan y reparten
Amazon es otro caso significativo, una página que empezó vendiendo productos culturales y que ejercía como distribuidor de lo que muchísimos autores y empresas medianas, pequeñas y pequeñísimas producían y cuyo éxito se debea la venta de muy pocas referencias de millones de productos mucho más que, como le ocurre a la librería tradicional, de numerosos ejemplares de pocos títulos. Spotify es similar: se trata de un contenedor digital que alberga millones de canciones y cuya oferta se sustenta en esa enorme disponibilidad de archivos para su escucha.

No tienen trabajadores

Todos ellos comparten una característica: su carácter de mediadores indispensables les permite no producir nada, simplemente conectan y reparten. Esa es también la posición de grandes modelos de éxito de nuestro tiempo. Google es el más significativo, ya que alberga un contenido inmenso del cual no ha tenido que redactar ni una sola línea, y Facebook o Twitter viven de las aportaciones que numerosísimos usuarios cuelgan en sus páginas y de los datos personales que recogen.
Lo que se ha alterado radicalmente es la economía política de la producción: la fórmula del gran contenedor tiene extraños modos de pagar salarios
Ese modelo es el que está dando forma a los nuevos modelos de negocio, instigados desde el ámbito tecnológico y desde los fondos de inversión, y cuyos emblemas son Airbnb o Uber. Esta es una compañía que opera en el sector del transporte de viajeros y que apenas cuenta con activos: no posee automóviles, no contrata conductores, tampoco busca los clientes. Es una aplicación que pone en contacto a unos y otros, y que provee servicios puntuales de profesionales no cualificados, sin necesidad de costes de seguridad social o mantenimiento de los vehículos, entre otros.

'Players' desfasados

El contexto al que nos dirigen estos modelos prácticamente monopolísticos ha sido últimamente puesto en cuestión, pero eso no ha frenado su éxito. Se han alabado las bondades de la economía digital, se han señalado sus enormes posibilidades y buena parte de sus apologistas han subrayado la inteligencia de unos nuevos 'players' que han logrado sacar del mercado a los viejos competidores, que han quedado claramente desfasados. Pero como asegura el académico Paul Thompson en el estudio 'Disconnected capitalism', en todos los ámbitos de análisis, y también en las ciencias sociales, se ha puesto excesivo énfasis en el discurso y mucho menos en la economía política y en las condiciones materiales de la producción.
Pedir una compensación a cambio de un trabajo que genera beneficios fue tachado de ser radicalmente antimoderno y antitecnológico
Y este es el asunto crucial, porque es lo que están alterando radicalmente. Por ejemplo, esta economía del gran contenedor lleva a nuevas formas de retribución salarial: Spotify paga cantidades mínimas a los creadores, que necesitan un número ingente de escuchas para que sus obras generan un ingreso decente, Uber o Airbnb reciben un porcentaje del servicio que realizan otros, que son quienes corren con los gastos, y en Google, Facebook o Twitter no hay compensación alguna, salvo en visibilidad. Estos asuntos apenas han sido señalados, y cuando se han puesto encima de la mesa, han cosechado gran animadversión. La disputa entre los medios de prensa españoles y Google, en la que los productores de noticias señalaban algo evidente, que si el buscador está obteniendo rentabilidad por los contenidos que ellos aportan es lógico que reciban una compensación a cambio, fue denigrada masivamente como si fuera algo antimoderno y antitecnológico. Lo que decían es que no se sentían cómodos siendo retribuidos exclusivamente en visibilidad, lo cual es algo razonable.

El cierre de las sucursales

Pero el problema no es sólo que estos modelos de negocio nos estén dirigiendo hacia la gig economy, sino de que esta idea de que los productores trabajen a porcentaje o a cambio de visibilidad se está imponiendo también en las empresas extradigitales. Su influencia se está extendiendo a muchos campos. Por ejemplo, la idea de que sean los usuarios los que se encarguen de realizar por sí mismos los servicios que antes les prestaba la empresa ya es un anhelo común. La insistencia de los grandes bancos en la digitalización tiene que ver con que los usuarios realicen sus propias operaciones, de forma que ellos necesiten cada vez menos personal y gasten menos en locales.
Buscan que el núcleo de la empresa sea aún más reducido y las áreas periféricas más baratas (y nada más barato que unos empleados que te salen gratis)
El modelo de la economía del contenedor no consiste sólo en mediar gracias a la red o a las aplicaciones, sino en adelgazar lo máximo posible las empresas, de forma de que cuenten con el menor número de gastos fijos posible. Si las firmas desde mediados de los noventa han optado por externalizar todo lo posible y quedarse sólo con las áreas centrales, las actuales están haciendo lo mismo, pero intentando acelerar el proceso: quieren que el núcleo sea aún más reducido y las áreas periféricas más baratas (y nada más barato que unos empleados que te salen gratis). De forma que quizá sea hora de hacer un nuevo análisis, ya no respecto de lo que pueden producir la digitalización y la automatización, sino de lo que realmente están produciendo. Algo de economía política aplicada a este contexto en lugar de centrarnos en los discursos nos debería venir bien. Como afirmaba el sociólogo Jesús Ibáñez, para hacer las cuentas hay que dejar de creer en los cuentos.
ESTEBAN HERNÁNDEZ

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